Hable chileno que no le entiendo

Fotografía de Ronald Woan en Flickr, bajo licencia CC BY-NC 2.0

Ojalá que llueva café en el campo
Peinar un alto cerro de trigo y mapuey
Bajar por la colina de arroz graneado
Y continuá’ el arado con tu querer

Juan Luis Guerra, «Ojalá que llueva café»

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Para una extranjera, La Vega central es una avalancha de colores, sonidos, olores y sabores difícil de procesar. Desde los puestos, las frutas convocan los gritos de los vendedores: venga, caserita, saque, caserita, al pasar por delante de su mercancía. Dudo un momento ante cualquier mesón y es demasiado tarde: el tumulto me ha dejado atrapada allí y debo contestar a quien blande ante mi rostro un trozo de chirimoya para que la pruebe, para que compruebe que es la chirimoya más dulce que he probado en mi vida -y la única, tengo que agregar, porque jamás había probado una chirimoya antes. Annona cherimola, prima hermana de la annona muricata, mi familiar y querida guanábana, la que crece en el patio de la casa de mi madre en Altagracia de Orituco, en el centro de Venezuela, pero que en Chile se encuentra solo en pulpa o congelada. El sabor, dulce y levemente ácido, es suficientemente similar para trasladarme a la infancia, a la guanábana de las tardes calurosas, recién sacada del refrigerador, que me comía con un tenedor mientras el sudor me corría por las corvas.

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Busco plátanos, musa balbiciana, pero solo encuentro plátanos, musa x paradisiaca. Un hombre alto y moreno con fuerte acento creole me explica que el plátano que busco, el que se cocina antes de comerse, se llama aquí barraganete, y que cuando digo plátano me entienden banana, o en mi idioma, cambur. Repite la palabra con una sonrisa: cambur, cambur, y luego se ríe y canta: cam-bur-pin-tón.

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(La, Re, Fa#, Si: las notas usadas para afinar un cuatro. Mi mamá me enseñó a afinar un cuatro cuando tenía unos doce años. En mi casa siempre ha habido dos o tres cuatros colgando en algún lugar, quizá porque mi abuelo era luthier, o porque mi familia, la familia de mi madre, ha estado siempre llena de músicos. Yo nací con un yunque en el oído y jamás aprendí nada útil, pero de todos modos me compré una guitarra al poco tiempo de llegar a Chile, aunque todavía no sepa tocarla, tal vez porque siento que un hogar no es tal si no tiene al menos un instrumento musical). 

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El plátano barraganete, componente esencial de la alimentación venezolana, no tiene lugar alguno en la mesa chilena, al punto que mis amigos me preguntan cómo se come y se sorprenden al saber que el plátano que llaman “verde” tiene la capacidad de madurarse y llegar a ser amarillo y dulce, convertirse en rebanadas fritas que en Colombia o Venezuela llamamos “tajadas”, pero que en la mayoría de los países de África se conocen como alloco, un acompañante para cualquiera de las comidas principales. El clima de Chile, poco propenso a los cultivos de tipo tropical, causó que durante la colonia la migración de mano de obra esclava fuera baja, lo que a su vez trajo como consecuencia la ausencia casi absoluta de ingredientes como el plátano en la gastronomía del país. Hoy, aunque se encuentran -importados principalmente de Perú- no forman parte del consumo del chileno promedio, y son adquiridos fundamentalmente por los extranjeros que acuden a La Vega o a alguna de las ferias libres a aprovisionarse.

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En el extremo sur de la comuna de Recoleta, La Vega Central es uno de los mercados agrícolas más grandes de América Latina, alcanzando alrededor de 6.000 m2. Desde hace más de un siglo, en la ribera norte del río Mapocho, La Vega se levanta mucho antes que Santiago para abastecer a la ciudad. Durante mi primer año viviendo aquí, tomé el hábito de ir temprano un día de semana, quizá a las nueve de la mañana de un miércoles o un jueves, para verla preparada antes de que llegara la multitud. Mi café favorito de la ciudad se prepara en el galpón de atrás, en las manos hábiles de baristas chilenos, argentinos y venezolanos, y a través de esas visitas constantes he sido testigo de evoluciones mínimas, pero perceptibles: locales que se mueven de sitio, locales que abren o que cierran, leves remodelaciones a la estructura. Mis empanadas preferidas las prepara un muchacho que viene de Mérida, en la punta norte de la cordillera de Los Andes, y las sirve su esposa, una mujer diligente que me escribió en reiteradas ocasiones cuando me fracturé el tobillo y no me vio en el mercado por varias semanas.

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O. y yo vamos al mercado todas las semanas para abastecernos de frutas y verduras frescas, planificamos platillos, probamos sabores nuevos. En un puesto, un domingo cualquiera, nos preguntamos por los planes de esa semana y el vendedor interrumpe la conversación, molesto:

«Hable chileno, que no la entiendo.»

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Nos encontramos aferrándonos a sabores que jamás pensamos que fueran algo sin lo cual no podríamos vivir. Yo, viajera impenitente, insistí mucho en que era capaz de adaptarme a cualquier circunstancia, en que tener comida importaba mucho más que tener cierto tipo de comida en específico. Ahora me encuentro cazando posibles sustitutos de sabores imposibles de reemplazar: un mango recién madurado, una pomarrosa (syzygium jambos), una lechosa, que nunca me gustó, pero que descubro que se diferencia de la papaya no solo en el nombre. Uno de los ingredientes más esenciales de la sazón venezolana, el ají dulce, es prácticamente imposible de encontrar en Chile: es una rareza, un mutante forjado por décadas de cruces selectivos y cuya importación al país está prohibida, ya que puede causar daño a la producción agrícola chilena. Sin embargo, hay quien antes de venirse a Chile se mete en el bolsillo una bolsita de plástico con semillas de ají dulce, y las siembra en la ventana del departamento para su consumo personal, como si fueran una droga exótica e ilegal que se pasa de mano en mano con discreción y en la oscuridad.

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El mapuey, dioscorea trifida, un tubérculo que, al pelarlo, es morado, pero que oculta un interior blanco y un sabor dulzón apto para elaborar montones de platillos, desde sopas hasta postres, aparece en las canciones de Juan Luis Guerra, pero no en ningún mercado de Santiago, sin importar cuánto se lo busque. El mapuey es elusivo incluso dentro del territorio venezolano; durante los años que viví en distintas ciudades del país, su búsqueda ocupaba gran parte de mi tiempo, era un punto de verificación en cualquier mercado, grande o pequeño: las sopas de mi madre, el tubérculo púrpura hervido y cubierto de miel, o en láminas en el pastel de pescado: el mapuey es una de las más importantes boyas de mi nostalgia del hogar perdido.

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Un sábado por la tarde, O. y yo vamos a casa de un amigo del trabajo y preparamos arepas para todos mis compañeros de oficina. La reina pepeada es la elección más popular y más obvia: pollo y palta, dos sabores familiares, cercanos al paladar chileno, fáciles de servir como puente hacia la arepa, el pan de maíz que es el sustento cotidiano de mi cultura. En ese cruce nos encontramos, nos reconocemos y nos ofrecemos lo mejor que tenemos para dar. M. pregunta dónde comprar queso venezolano, O. le pone merkén a su arepa. Por un instante, la identidad fragmentada se reconstruye con trozos propios y ajenos, con piezas viejas y nuevas.

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Hace más de un año -desde el inicio de la pandemia- que no recorro La Vega; sus multitudes apretujadas en los estrechos pasillos flanqueados por frutas y verduras se ha convertido en un lugar repleto de peligros latentes e invisibles, en vez del microcosmos que reúne a América Latina entera en un solo lugar. Sin embargo, a ratos la recorro en mi mente y espero el día en el que podré regresar y perderme en su laberinto caleidoscópico en cuyas esquinas encuentro relámpagos de mi propia identidad migrante, elusiva, desplazada e inasible.

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